Frente a la cancha de Argentinos Juniors, se suben a un micro de la línea 144 en la parada de Juan Agustín García y Boyacá, que sigue por Juan Agustín García y dobla hacia la derecha en Avenida San Martín, pasa por las oficinas del correo de La Paternal y en Avenida San Martín y Avenida Juan B. Justo, dobla a la izquierda por Avenida Juan B. Justo en dirección a Villa Crespo.
Lo que está pasando en estos párrafos es un simulacro de movi miento de una unidad de la línea 144 en su recorrido contemporáneo a esta escritura (septiembre de 2024), “asesorado” por dos mapas abier tos en dos ventanas secundarias al pie del Word, una de Rome2Rio y la otra de Google Maps.
Rome2Rio tiene a favor que en su aplicación pueden verse las líneas de micros y seguir lo que se llama gestión de flota en tiempo real, en el que hay que confiar de manera relativa, sobre todo en lo que tendría de “real” ese tiempo, dado que la realidad del tiempo, si la hubiere, es impo sible de compartir. Así, por ejemplo, el tiempo “real” del chofer que mane ja el micro que estoy siguiendo no tiene la misma realidad de mi tiempo de contemplación, aunque sean simultáneos (si hay algo que no se puede compartir, quizás lo único, es el tiempo: cada cual tiene el suyo).
De Google Maps se puede decir que, al margen de sus servicios de navegación llenos de mareos en su cerebro satelital, es reacia a dejarse contemplar cuando se necesita acceder a información precisa. Parece una superstición, pero en los hechos es una reacción de Google Maps (una reacción-ley, sin excepciones): cada vez que se desee saber cuál es esa calle, la única de la que queremos saber dónde está, su nombre se borra misteriosamente.
¿Quiénes suben al micro de la línea 144 en el punto aludido al principio? Diego Maradona padre y Diego Maradona hijo. Estamos en el pasado, y en sus inmensas extensiones vírgenes, donde crecen las especulaciones de las que vive la realidad perdida del mundo, que es casi toda la que ocurre. En ese régimen de restauración, el hecho ocurre luego de un entrenamiento de Los Cebollitas. Maradona hijo tiene 12 años, y vamos a representarlo con un corte de pelo tipo casco, botines embarrados que suman puntos a los mitos de épica y pobreza y la camiseta blanca con cuello y tres botones con el número 10 en negro.
Maradona padre estira el brazo para que se detenga el 144, un Mercedes Benz lo 1114, con el número de unidad fileteado, asientos con pasamanos de acero niquelado y un volante con funda de nácar, comando de bocina en un aro de metal concéntrico y asiento del conductor con tapizados de cuerdas plásticas.
Están subiendo a una escenografía, la que se habría elegido para recrear el hecho en una serie, imponiendo el regreso de los objetos de época como un artilugio destinado a producir el efecto de que el tiempo no pasa, o de que el tiempo vuelve.
El trayecto que va desde el punto de ascenso al 144 hasta la esquina de Juan B. Justo y Warnes, donde el micro gira hacia la derecha, según mis cálculos, se realiza en un lapso de entre 6 y 8 minutos, en el que se dio la primera conversación de varias, que entraban al silencio como pequeñas obras de teatro, entre Maradona padre y Maradona hijo. De qué hablaron, no se sabe, pero se puede inventar.
En realidad, la primera conversación se descarta por lo intrascendente, al ser de orden posicional. Hay un asiento y ellos son dos. Maradona hijo le dice a Maradona padre que se siente. Lo ve cansado. Lo tenemos en la memoria como lo que fue: un trabajador manual a destajo. Maradona padre rechaza en silencio el ofrecimiento y Maradona hijo se sienta, apoya el bolso deportivo en el piso, entre los botines, y hace lo que hace todo el mundo cuando sube y se sienta en un micro: nada, ensimismarse en lo más profundo de su soledad adelante de desconocidos en la misma situación.
El gesto de protección del padre al hijo no tiene nada espectacular, pero por lo bajo se va viendo el gasto que implica en la manera en que Maradona padre se reacomoda parado, cambiando de pie de apoyo y de mano en los pasamanos del techo y los asientos, y barriéndose cada tanto la cara de arriba hacia abajo con sus manos negras.
“Sentate vos”, le dijo Maradona hijo a Maradona padre, que contestó: “No”, y se colgó del pasamanos del techo para dejarlo pasar al asiento libre. Ese fue el primer cruce. Luego, silencio a lo largo de esas veinte cuadras de avenidas en las que se fueron separando mentalmente, cada cual cayendo al pozo sin fondo del ensimismamiento.
En un golpe de vista accidental, propio de las distracciones, Maradona padre ve la rodilla marcada del hijo, una isla roja brotando de la mugre de la pierna en la que se pegó el barro, el pasto y unas rayas rosadas de escoriaciones que entenderá aquel que alguna vez se arrastró de costado para “barrer” una pelota (el que pueda entenderlo, que se lo cuente al que no lo entienda).
Maradona padre dice: “¿Te duele?”. Maradona hijo no escucha. Está enfrascado en el futuro, con las dos manos agarradas al caño del pasamos atornillado en el asiento de adelante. Son manos sucias de un niño pobre; y es así, bajo el rótulo “niño pobre”, que es visto por algunos pasajeros. Uno más de los que quieren triunfar en el fútbol. “Niño pobre con padre pobre”, así se llama el cuadro completo. Un negrito junto al negro de su papá, que insiste abriéndose camino con su voz chamamecera entre los pocos intersticios de blanco que deja en el aire el motor diésel OM352 de 6 cilindros en línea y 5675 litros, de inyección directa, 145 hp y 370 de torque del Mercedes Benz: “¿No te duele?”.
Los detalles técnicos del micro, recientemente robados para estos párrafos, son elementos insobornables de esta historia, y deberían serlo de muchas. La medida humana de las historias que siempre se cuentan al nivel de los personajes que las protagonizan, deja de lado lo que las hace posible. En este caso, la historia de Maradona y su padre viajando en micro, por el halo del nombre y el mito que lo esculpió en piedra, absorbe la totalidad de lo que está ocurriendo, alejando de la consideración la importancia crucial que tienen en la escena la historia universal de los motores a explosión, el transporte de pasajeros y la obra pública municipal (calzada, cordón cuneta, desagües, señalización urbana: el mundo material por el que avanzan).
“¡Pelu!”, grita Maradona padre. Diego Armando Maradona lo mira sobresaltado y le pregunta: “¿qué?” (lo hace con la cara). “¿Te duele?”, dice el padre. El hijo le dice que no, esta vez con la cabeza, pero algo le debe doler porque se mira la rodilla y gira el pie hacia un lado y otro, como se lo haría mover un traumatólogo.
Es asombroso ver lo separada que está la gente que se junta. Por empezar, los que duermen en la misma cama. Los Maradona se acom pañan, viajan pegados hacia el mismo destino, y allí también van a seguir uno al lado del otro, uno alrededor del otro.
El micro va hasta Villa Crespo, regresa por Avenida Gaona y baja hacia el sur por Manuel Ricardo Trelles, corta hacia la izquierda por una diagonal y sigue cuesta abajo por Donato Álvarez y por Avenida Curapaligüe. No el micro de la realidad al que subieron en 1972, según mis especulaciones que ya se desentendieron de los mapas, sino al que estoy reinventando.
¿Para qué seguir al pie de la letra un recorrido “de verdad”, ajustándome a sus arbitrariedades, pudiendo ajustarme a las mías? No conozco demasiado los barrios por los que hay que pasar para llegar a Villa Fiorito, donde está la casa de los Maradona. Soy del campo. ¿Y? El que escribe hace lo que quiere. Podría —creo que ya lo hice— hacerlo circular en contramano sin pagar nada por la contravención. La literatura es, entre otras cosas, un capricho de quien la hace, y el capricho es un poder que pide ser usado a ultranza.
Ahora, ¿tan poca cosa está sucediendo en este viaje? Uno de los pasajeros es Diego Armando Maradona. Debería pasar algo de un orden superior. Es un dios en formación y no se entiende que no emita señales reveladoras de sus dones. Hace una hora terminó de jugar un partido con Estrellas de Ortúzar, un club que existe porque acabo de inventarlo para que no se detenga el curso de los hechos. Ganaron Los Cebollitas 4 a 1 con tres goles de Maradona. Él los está recordando en este momento y le parece que no es posible hacer lo que hizo. Lo que hizo no ocurrió del todo. No cree en su poder, salvo que lo considere un poder otorgado, del que no es sujeto, como sucede en los milagros. Pero si le dieron un poder, será para sacárselo un día, y no cualquier día sino aquel en el que crea que el poder concedido es suyo.
Maradona padre tiene unos instantes de ensoñación surgida de lo mismo que recuerda su hijo: los goles, la manera de fluir entre los niños adversarios como un curso de agua en bajada y el poder, que él no le dio. Pero si le dio vida y no ese poder, ¿de dónde salió el poder? Y de pronto se duerme de pie, tomado del pasamanos del techo. Como un caballo. Se le traban los huesos, como entablillados por los ligamentos, y se entrega (ya se entregó, o ya lo entregaron) a un descanso. De los que puede tener entre changa y changa, más las idas y vueltas de las changas, es el más profundo, el único momento en el que siente que duerme bien.
Su hijo lo ve. De los atributos concedidos por la naturaleza que relacionan su cuerpo con la sagacidad para utilizarlo, también figura el de entender en silencio situaciones complejas. Y es lo que está ocurriendo. Mira a su padre como a un paisaje natural en un marco artificial: un caballo en un micro de la línea 144, que ya cursó más de un cuarto del recorrido que separa el punto de origen con el de destino.
Entiende que su padre duerma así, a fondo, como una bestia de carga, una presa que aún en el descanso se mantiene alerta, pero no le gusta que algunos pasajeros lo miren y se codeen para señalar con la pera la contemplación del fenómeno. Primero le dice, por lo bajo: “Pa… Pa…”; y, después, le grita: “¡Pa!, ¡Pa!”; y luego le hunde un dedo sucio en la panza.
Maradona padre se despierta como si lo hiciera en una cama, mirando hacia adelante, pero en vez del techo ve el mundo que corre por las ventanillas, que salta de una ventanilla a otra, y ahí ya es capaz de orientar la conciencia hacia la compañía de su hijo, al que le sonríe, en inequívoca traducción de esta frase falsa: “Yo nunca me dormí”. Por lo que se hace el despierto o más bien el lúcido, reacción típica del que to davía no salió del sueño: “Ya estamos, ¿no?”. “¿Qué? Si recién salimos”, le dice Maradona hijo, y vuelven a separarse las cabezas.
Tampoco es que salieron “recién”. Para ser precisos, hace exactamente diecisiete minutos que subieron. Debieron ser menos, pero hubo un corte por obras sobre la Avenida San Martín que obligó al chofer a desviarse, como se dijo (aunque no se haya dicho todo) en dirección a Villa Crespo para luego bajar por Avenida Gaona. Nada que no haya pasado antes ni vaya a dejar de pasar en el futuro en una ciudad plagada de interrupciones.
Ellos no son de la ciudad, de la que entran y salen más o menos por las mismas líneas. Por ejemplo, Maradona hijo no conoce los barrios de Recoleta, Palermo, Saavedra, como tampoco se puede decir que conozca Caballito, por donde pasan casi todos los días. Pasar no es conocer. Conocer es detenerse, y nunca se detienen, salvo Maradona hijo en las canchas donde juega con Los Cebollitas (el extraño nombre que le pusieron a su equipo, más aún que si le hubieran puesto Los Cebollas); y Maradona padre, en esas mismas canchas, y en los lugares donde consigue las changas.
Acá se presenta un problema de carácter dramático: ¿es necesario recrear una jornada laboral de Maradona padre para representar el esfuerzo que le lleva realizarla, o alcanza con deducirlo de su cansancio? Si se duerme parado, ¿qué reserva puede haber en ese esfuerzo? Ninguna. Es el esfuerzo total el que hace. Entonces, quizás sea mejor que el trabajo de Maradona padre, no importa cuál, sea el de alguien que hace un esfuerzo más grande que las fuerzas de las que dispone, razón por la cual se duerme de pie, como los bueyes luego de arar. Se mata trabajando, y punto.
Para demostrar vivacidad y responder con cariño a la hostilidad avergonzada de su hijo, Maradona padre le dice: “No te enojés, Caradona, Montanya…”. La frase, misteriosa y confesional en lo que tiene de cercano el sobreentendido entre dos personas que hacen de la intimidad un lenguaje, solo puede ser entendida por ellos.
“Caradona” es la manera equivocada en la que el diario Clarín imprimió por primera vez el nombre “Maradona”; y Montanya era el nombre falso con el que el director técnico lo inscribía a veces en las planillas para despistar a los rivales, aliviados por la ilusión de su reemplazo. Pero en los hechos, la lista de titulares era de piedra: Ojeda; Trotta, Chaile, Chammah, Montaña; Lucero, Dalla Buona, Maradona; Duré, Carrizo y Delgado. ¿Quiénes serán los otros? ¿Qué estarán haciendo mientras los Maradona marchan hacia el sur en el 144?
El niño Diego Armando Maradona se ríe del toreo de su padre. Están a mitad de camino de su casa. Vienen bajando como un río por Flores y Nueva Pompeya. Si el micro siguiera una recta propia de la dirección de su inercia, entraría a Valentín Alsina. Pero cruza por el puente las aguas negras del Río Matanza y lo costea del lado de afuera de la ciudad unas treinta cuadras y, a la altura del autódromo, el micro gira hacia la izquierda por la Avenida Hornos hacia una zona de tierra que se reblandece con las inundaciones y se endurece con las soleadas sin estabilizarse nunca.
Hace ya una hora que están en el 144. En su momento no reporté los movimientos interiores del micro, que fueron propios de la dinámica del desplazamiento que busca alguna comodidad. Los que venían parados giraban sus cabezas a uno y otro lado para detectar los asientos que se iban abandonando y hasta para intuir que serían abandonados. Se producen matices premonitorios en los rostros del sentado que se va a parar, y hay que saber advertirlos, incluso forzarlos. Pero en los últimos minutos la deserción fue grande y ahora que sobran los asientos, se los desea menos.
Maradona padre, preparado para la postergación sin alzar quejas, sigue de pie al lado de su hijo, tomándose de un pasamano en las rectas y de dos pasamos en las curvas a la manera de un trapecista en el curso de un riesgo creciente. Tiene para elegir. Puede sentarse al lado de su hijo, contra la ventanilla, o pedirle que se corra él hacia la ventanilla para ocupar el asiento que da al pasillo donde está parado; o elegir al azar algunos de los asientos en blanco, incluyendo los cinco del fondo, donde podría acostarse si quisiera.
No lo hace porque entiende que hay una paradoja en esa abundancia. Ya no necesita un asiento como sí lo necesitó cuando se lo cedió a su hijo antes de dormirse parado. Ahora, ¿para qué lo querría? Se van a bajar en unas pocas cuadras, y la comodidad no lo tienta. Quizás, si la oferta de comodidad fuese permanente, lo pensaría (por ejemplo, la de no trabajar nunca más en la vida).
Finalmente, más para darle el gusto al hijo de verlo sentado, Maradona padre se deja caer en el asiento paralelo del otro lado del pasillo.
Están Maradona padre, el pasillo (que todavía conserva agua del baldeo en las ranuras de goma) y Maradona hijo. Podrían pasar por dos desconocidos. En eso los favorece la distancia física, que acaba de aumentar entre ambos. Aunque son tan parecidos. Parecidos y tan anónimos que podrían haber sido los Caradona o los Montanya.
De todas las personas, también anónimas, que viajaron con ellos desde la cancha de Argentinos Juniors, no hay una que sepa quiénes son. Tampoco el chofer, bloqueado para la atención personalizada de sus pasajeros, y concentrado en cortar el boleto correcto contra los dientes de la boletera, cobrar y descargar con golpes de pulgar las monedas de la expendedora de vuelto.
La transacción con Maradona padre fue silenciosa porque Maradona padre es silencioso. Con otros pasajeros hubo intercambios de frivolidades, celebradas por sus protagonistas como grandes frases. En cambio, Maradona padre dejó subir a Maradona hijo y le dijo al chofer: “Fiorito. Dos”. Recibió los cortes de papel y les miró el número, esperanzado en que alguno fuese capicúa para llamar a la suerte, que no vino. Los números eran el 36541 y el 36542 (es lo primero que me sale teclear).
Según los mapas a los que no tengo más remedio que regresar por que no conozco Fiorito, de la Avenida Hornos y Bernal hasta la casa de los Maradona en Azamor 525 hay seis cuadras. Van a bajar en ese punto. Bajan en ese punto, que podrían haber dejado atrás si Maradona hijo no le hubiese dicho a su padre, que tenía clavada la mirada en el aire: “¡Dale!”. Maradona padre se levanta como un resorte (una analogía que no me gusta mucho porque el resorte que salta cae demasiado lejos del punto de impulso, y no tiene nada que ver con levantarse de golpe de un asiento; pero así es, por las malas, que el lenguaje describe los hechos), camina hacia la puerta de atrás, toca el timbre y bajan los dos a la tierra.
Recordemos que estamos en 1972. No hay asfalto en el barrio. Hay unas calles de tierra tosca apisonada y aguas servidas en las acequias, pasto salvaje e insano, perros ambulantes. Si escribo “etcétera” ni yo sé bien a qué me estaría refiriendo. Por las fotos de época que estoy mi rando para reconstruir el espacio, veo que también hay alambrados, postes de cemento para el cablerío del alumbrado, cercos dividiendo los ranchos, sulkys, autos reventados, ausencia de árboles y de sombras (que hay que contar como presencias), médanos de basura, un potrero y el sol, que es el de siempre, pero parece tener una suciedad o un filtro radiactivo.
Maradona padre y Maradona hijo caminan hacia Azamor 525. A veces a la par; a veces, uno se le adelanta al otro (generalmente el hijo al padre). Los hechos son totalmente irrelevantes, pero algún día, quién dice, podrían ser detalles de una mitología.
La última cuadra es la de esa sensación contradictoria de las llegadas, que consiste en querer y no querer llegar. Hay un desacople entre la velocidad mental y la velocidad del cuerpo que, en esas circunstancias, divide a las personas en dos. Hasta que se ve la casa y los que están llegando ya están prácticamente adentro, absorbidos otra vez por la fuerza bestial de la rutina.
Están llegando, sin hablar. Al frente de la casa hay un espacio de tierra baldía al que se llega luego de cruzar un charco. Entre 1972 y 2024 casi no hubo alteraciones en el edificio, y no se entiende cómo sigue en pie. Podría recrearla (mal, como todos estos párrafos), pero es mejor superponer todas las épocas de su existencia, acumular en su frente todo el tiempo transcurrido, inventariando lo que se ve desde afuera.
Se ve a Maradona hijo (quizás en 1972), negrito, flaquito, jugando con una pelota en la vereda frente a la casa sin pintar. Luego hay imágenes de la casa pintada de azul marino, y —de una época posterior, tal vez esta— pintada de blanco con detalles amarillos. Y entre el cerco de la línea municipal y la puerta de entrada a la casa, ¿qué no hay? Hay, a lo largo del tiempo, por decirlo así, carteles idolátricos, macetas con plantas florecidas o mustias, camisetas, sillas, bolsas de residuos, tanques de fibrocemento, bicicletas, palanganas, ruedas de moto, chapas oxidadas, fuentones, escobas, un karting a pedal, pallets, rejas, mates, un carro de cirujeo, cajas plásticas para cerveza y Maradona hijo, a los veinte años, apoyado en el cerco de calle, posando adelante de lo que está dejando atrás.
* Este texto integra el libro Diego de Fiorito, de Juan José Becerra, Sonia Budassi, Esteban López Brusa, Eugenia Murillo, Julieta Novelli y Ariel Scher. Se encuentra disponible para su descarga gratuita en formato PDF en la página web de Ediciones Bonaerenses.
[Fotos: REUTERS/Mariana Nedelcu; Nicolas Stulberg; Alejandro Pagni/ AFP; REUTERS/Ricardo Moraes; REUTERS/Agustin Marcarian; Archivo Infobae]