Mi amigo Hilario estaba dando las hurras mucho antes de lo que demandaba la biología contemporánea. Apenas si nos habíamos cruzado en alguna redacción perdida, ahora hace casi cuarenta años. Pero nuestra amistad lejana había perdurado hasta ese mismo instante en lo que para él sería toda una vida. Creo que por mera elegancia no tosía, ni dejaba ver en su rostro el temor a lo desconocido. O quizás simplemente no temía.
-Te mandé llamar porque quiero confesarte algo -dijo en una voz que oscilaba entre el murmullo y el coloquio-.
A mí el mar había dejado de atraerme hacía bastante tiempo. Seguramente algo se me había apagado en el alma, pero ya no le encontraba la gracia. No me molestaba ni me atraía. Escuchaba romper las olas, veía la espuma avanzar y el agua replegarse. Nada nuevo. Pero no me resultaba indiferente haber viajado hasta allí y que esa repetida ceremonia de la naturaleza acompañara lo que seguramente sería nuestro último intercambio.
Si mal no recordaba, hacía más de treinta años que no nos veíamos cara a cara. ¿Por qué me habría elegido a mí para decir su símil de últimas palabras? No sería precisamente en busca de un confesor. En esa ceremonia, a diferencia de la marítima, yo nunca había creído.
-En agosto de 1974 fuimos a ver con Lali, no me acuerdo si el mismo día o en el mismo cine, pero con poca diferencia de tiempo, Solaris y El Exorcista. Ambas acababan de estrenarse. Tarcovski ya era considerado un genio. Friedkin estaba en observación. Seguramente el hecho de que Tarcovski fuera un ruso soviético cool le jugaba a favor. Friedkin cargaba sobre sus espaldas residencia en el “imperio” americano. El progresismo ya estaba inventado, como mínimo desde mediados de los sesenta. Salimos casi como si hubiéramos visto una detrás otra, y te repito, quizás fue así, en el cine Arte, en Diagonal y Lavalle.
“Y llegando a La Giralda, tampoco me acuerdo si ya había leído la crítica en la revista Panorama, le dije a Lali que Solaris era una obra de arte, aunque densa. Mientras que El exorcista era entretenida, pero para espectadores medievales o crédulos. Te repito: no creas que miento. No me serviría de nada mentirle a mi confesor. De verdad no me acuerdo si había leído la crítica o simplemente coincidí. Mirá, ahí tenés la Panorama, dice exactamente lo que yo le dije a Lali”.
Tomé la revista entre mis manos. La hojeé mientras negaba con la cabeza, en la segunda ocasión en que Hilario me asignaba el rol sacerdotal.
-Generalmente era Lali quien defendía las tesis más racionalistas. Ella estudiaba antropología. Por una suma de circunstancias, no todas relacionadas con lo físico, es la mujer más bella con la que estuve en mi vida. También la única de la que me enamoré. Pero me llevaba la contra en cualquier discusión, del tema que fuera. En ocasiones yo fingía que pensaba exactamente lo contrario, para que me diera la razón. Al menos que me dijera tenés razón una vez. Pero nunca lo conseguí. Solo su amor, que para mí era la entrega de su cuerpo. Eso y nada más era para mí el amor. Y todavía lo es. Ya no creo que cambie, en estos días que me quedan.
“En cualquier otro anochecer, era frío y oscuro cuando salimos del cine, rumbo al chocolate caliente y dos copas de caña, mezcladas, mejor, yo hubiera defendido la metafísica de El Exorcista y Lali me hubiera desafiado con la ciencia. Pero en esa última noche fue Lali la que llegó a reconocer, por un instante, que las personas somos algo más que carne y hueso, y que El Exorcista era una obra maestra; mientras que Solaris la había aburrido. Discutimos hasta que salió el sol. Esa noche no nos conocimos. Fue la última vez que fue mía. Yo fui suyo por el resto de mi vida. ¿Cómo termina un gran amor? Nadie lo sabe. Inesperadamente. No existen las últimas palabras. Nadie sabe quién de los dos la dijo ni cuándo. Seguramente ella encontró otros con los que disintió infinitamente más que conmigo, pero a los que les dio la razón, porque los amaba. Una cosa no tiene nada que ver con la otra”.
“Pasaron 51 años desde entonces. Volví a ver El Exorcista una decena de veces, como mínimo. En todos los formatos. Desde las cinematecas, la televisión, el cable, pasando por el VHS, el dvd, el blue ray, cuevana, el streaming, y de nuevo las cinematecas. Creo que una vez con una novia la vimos con un proyector y una sábana blanca, la de arriba, completamente borrachos con un whisky carísimo. Aún así, no fui feliz. Las veces que intenté ver Solaris, me aburrió, tuve que dejarla. No la puedo juzgar. El Exorcista me parece una obra de arte. El crítico de Panorama le asignaba la función de pasatiempo efímero, sólo para llenar salas con espectadores crédulos. Pero el Mal existe”.
Yo para entonces me había sumergido en una nota de Panorama escrita por uno de sus responsables editoriales, Jorge Lozano, en la que anticipaba, con toda claridad, en 1974, el desafío de las guerrillas contra el sistema democrático, las culpaba de atentar contra la voluntad popular, y advertía contra la represión ilegal.
Era una exposición impecable, profética, de lo que luego se desestimó como la teoría de los dos demonios. Sentenciaba que la mayor parte de la sociedad argentina quedaba entrampada entre dos formas de violencia política simétrica. “En los últimos 50 días”, escribía Lozano, “… la crónica periodística registró 52 muertes por motivos políticos”. Más de un muerto por día por “motivos políticos”. Los ejecutores y los ejecutados eran aleatoriamente de “izquierda” y “derecha”. En 1975, este dato ya corre por mi cuenta, la cifra se multiplicaría por mes, todo el año.
Pero alcé mi vista del artículo, en el maravilloso sepia amarillento de las revistas protegidas por la Historia, para replicarle, tomándome de su propio verbo, en el que yo ya había pensado instantes atrás:
-No me asignes el rol de confesor. Soy judío.
-Te llamé porque hace poco escribiste un relato sobre el diablo. Y decías que el diablo siempre es menos ominoso que las personas malvadas. ¿Pero qué demonio me poseyó a mí para llevarle la contraria a Lali, contra toda mi forma de pensar, aquel anochecer de agosto de 1974? Toda mi vida, antes pero especialmente después, pensé lo contrario. El demonio es de cada persona. No existe otro. Somos nuestro propio demonio. Pero existe.
Yo quería contestarle con una de mis frases hechas: “No hay nada que no exista”.
Pero ya se había hecho muy tarde, en todos los sentidos de la expresión.