2 septiembre, 2025

Violencia política, síntoma de un sistema en declive

En una democracia sana, las campañas electorales son el escenario donde poder desarrollar ideas y confrontarlas con argumentaciones sólidas que ayuden al votante a decidir. Lo que estamos observando por estos días en nuestro país no es una compulsa de proyectos, sino una confrontación de insultos y agresiones físicas tan deleznables como peligrosas.

Los graves hechos ocurridos en Junín y luego en Lomas de Zamora donde la comitiva presidencial fue atacada a piedrazos que muy cerca estuvieron de impactar en el jefe del Estado, quien acompañaba a sus candidatos con vistas a los comicios bonaerenses del 7 de este mes; la enajenación de los agresores que cargaron contra la secretaria general de la Presidencia mientras realizaba un recorrido de campaña previo las elecciones para gobernador de Corrientes del domingo pasado, y las violentas trifulcas entre estudiantes universitarios de la UBA sugieren algo perturbador: peligrosamente, la política está dejando de ser una discusión de ideas para convertirse en una expresión desembozada de odio.

Los responsables de cada hecho puntual deberán ser identificados y juzgados, pero conformarnos con eso sería un error. La polarización que hoy satura el clima público no es una anomalía ni un simple exceso, sino el síntoma de una crisis estructural y persistente.

El voto a Javier Milei en 2023, al margen de lo ideológico, fue expresión de un hartazgo social con una dirigencia que, durante muchísimos años, confundió gobierno con reparto de privilegios, gestión con propaganda, y disenso con traición. Fue la respuesta mayoritaria de una ciudadanía extenuada por una cultura política forjada en la simulación, la dependencia y la impunidad. La Argentina, degradada por décadas de hegemonía populista, no eligió un proyecto, sino romper con el que estaba vigente.

Como suele suceder, en los márgenes de toda hegemonía perdidosa quedan los escombros del poder fugado. Y, muchas veces, quienes se dedicaron a construir autoridad sobre la base de la sumisión al líder, la supuesta doctrina infalible y el antagonismo feroz, son los primeros en recurrir a la violencia cuando el “orden” que los legitimaba empieza a resquebrajarse y, peor aún, amenaza con seguir manteniéndolos alejados del poder.

Es sabido que el actual gobierno ha tenido en su propio lenguaje y estilo una cuota de responsabilidad en alimentar la crispación. La épica del insulto y la descalificación del adversario en términos hirientes -cuando no soeces- no han contribuido a descomprimir el ambiente ya caldeado. El Congreso, por su parte, es una clara muestra de la chabacanería rampante que domina la escena actual. La polarización que hoy contamina la política es síntoma de la magnitud de la crisis que sufre el país. Pero no por eso debe relativizarse el hecho esencial de que nada justifica la violencia.

La difusión de audios obtenidos ilegalmente, los juicios anticipados en redes sociales y en medios de prensa que se hacen eco de noticias sin ningún tipo de legitimación y la pretensión de imponer la interpretación personal como verdad absoluta son las armas preferidas de quienes buscan confundir al ciudadano y, muy especialmente, de quienes pretenden manipular al elector. Convertir cada elección en una batalla entre facciones, cada ámbito universitario en un campo de combate, cada acto de campaña en una emboscada son parte de esa estrategia de descomposición política y social. En río revuelto no siempre los pescadores logran ganancias.

No hay forma de reconstrucción posible sobre el barro de la violencia. Es esa la premisa que parecen haber olvidado los que la fomentan, tanto desde usinas del Gobierno como desde la oposición.

Es inadmisible que un presidente de la Nación sea atacado a piedrazos, que estudiantes se tomen a golpes en una universidad y que una funcionaria sea empujada y cercada por manifestantes. Decir que “la violencia es de los otros”, como si la culpa fuese siempre ajena, es una excusa inaceptable.

El voto obligatorio se vuelve formalismo vacuo cuando la ciudadanía presiente que su participación en las urnas nada va a cambiar. No debería sorprendernos entonces que crezca el ausentismo electoral. El entusiasmo se hiela ante una política convertida en espectáculo grotesco.

Es hora de dejar de buscar culpables y empezar a asumir responsabilidades. La política necesita una reforma estructural que debe empezar por lo moral. Aunque suene a verdad de Perogrullo, el adversario no es un enemigo por destruir, sino alguien con quien se disputa el poder bajo reglas compartidas.

A la violencia se la combate con instituciones que funcionen; con debates que iluminen en lugar de incendiar; con una ciudadanía que exija, pero que también se comprometa. Está en juego mucho más que un recambio de nombres en algunas gobernaciones o en cargos legislativos. Está en juego nuestro proyecto de país.

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