El año que viene se cumplirán diez años de la publicación de Patria, una novela que ubicó a Fernando Aramburu en la cima de la literatura española y que impactó a millones de lectores de todo el mundo con un abordaje íntimo, y a la vez descarnado, de la dimensión humana del conflicto vasco y de la actuación de la organización terrorista ETA. Patria no solo fue un suceso literario, sino un fenomenal llamado de atención sobre los extremismos ideológicos y la deshumanización a la que suelen conducir los fanatismos. Casi una década después, el país vasco respira una atmósfera de paz, pero el mundo lidia con otros peligros, otras guerras y otras amenazas.
En el registro del cuento o el relato breve, Aramburu dice encontrar “la actividad más gozosa”. Su obra, sin embargo, ha atravesado casi todos los géneros, y fue como novelista que se convirtió en uno de los escritores más importantes de la literatura hispana. Habla de “los intelectuales” sin incluirse. Sin embargo, tiene una mirada lúcida y comprometida sobre las complejidades del mundo actual. “No creo en la actitud del ermitaño que se retira a su jardín cerrado. Me asomo todos los días a lo que ocurre en mi país y en el mundo. Y hay días en los que se me baja el ánimo”, confiesa.
La juventud tiene una tendencia a la aventura, al cambio. ¿Pero el cambio sería hoy suprimir la democracia? Eso nos llevaría al totalitarismo
Invitado a Buenos Aires para presentar su último libro, Hombre caído (Tusquets), que reúne 14 cuentos sobre las desventuras y las angustias de personas comunes y corrientes, Aramburu habló de su obra, pero también de su perspectiva como ciudadano del mundo.
Aunque siempre ha tenido un ojo atento en esa geografía vasca en la que nació y vivió hasta su primera juventud, el escritor reside desde hace cuarenta años en Hannover, Alemania. Durante años ejerció la docencia, y eso lo lleva a sentirse cerca de los jóvenes. Advierte, sin embargo, sobre un matiz inquietante: “Nacieron y vivieron siempre en democracia, y entonces no saben lo que es la dictadura. La juventud tiene una tendencia natural a la aventura, al cambio y a dejar su propia huella. ¿Pero el cambio hoy sería suprimir la democracia? Eso nos llevaría al totalitarismo”, alerta.
De su obra, de su experiencia vital, de una Europa “aburguesada” y de “las razones profundas” que explican los populismos habló con LA NACION.
–Su último libro de cuentos, Hombre caído, anuda historias muy diferentes, pero parecen tener un hilo conductor: un clima asociado con el sufrimiento, con la derrota, con cierta angustia existencial. ¿Eso surge de una perspectiva sobre el hombre contemporáneo o solo busca conectarnos con historias que nos conmuevan?
–Yo diría que los cuentos que integran Hombre caído no están desvinculados de mi literatura general, que está basada en lo que decimos de una manera un poco pedante la indagación de la condición humana. Diría que ya desde adolescente tengo una especie de fascinación con el ser humano, pero no en un plano teórico, sino muy concreto. En mis narraciones pongo a convivir a los seres humanos en determinadas situaciones. Trato de abrir a mis personajes como nueces para arrancarles su verdad humana, su hecho vergonzoso, su secreto último. Entonces, no se trata de un tema literario, sino de una actitud mía como escritor, que a veces es lúdica y a veces más dramática, y que cuando escribo cuentos deriva más bien hacia las partes más despiadadas y más nobles del ser humano. Quien se acerque a mi literatura no encontrará grandes digresiones, no verá que detengo la narración para describir; el folclorismo no tiene prácticamente lugar. Me gusta pensar mis libros como partidas de ajedrez en las que conviven seres concretos: padres, madres, vecinos. Mi literatura no está protagonizada por los hacedores de la historia, como recomendaba Albert Camus, sino por gente común y corriente.
A menudo la ideología se usa como justificación para lavarse la conciencia previamente y tener luego las manos libres para hacer daño
–En varias de sus obras, entre ellas Patria y El niño, se sumerge en tramas reales muy dolorosas vinculadas con la violencia política. ¿Cómo han impactado esas experiencias en su propia mirada sobre las cosas, en su sensibilidad como escritor, pero también como ciudadano? ¿Lo han vuelto menos esperanzado, más pesimista?
–Yo no creo que haya buscado nunca algún tipo de refugio o acomodo en el pesimismo. Alguna vez he bromeado con la idea de que el pesimismo me ha procurado grandes momentos de diversión. No tengo una idea necesariamente negativa del ser humano, pero sí siento una empatía natural por aquellos que sufren algún tipo de desgracia. No tengo soluciones ni respuestas, pero sí tengo la posibilidad de contar historias sobre ese dolor. Y aquí sí tal vez sea un poco negativo o pesimista, porque creo que somos responsables de muchas desgracias que nos ocurren: a menudo nos las inferimos los unos a los otros.
–En Patria usted describe los enormes peligros que pueden implicar el fanatismo y la ideologización extrema, al punto de abolir ciertos rasgos de humanidad. Lo cuenta en un contexto particular, el del accionar terrorista en el País Vasco. ¿Hay otros fenómenos contemporáneos en los que observe un riesgo similar?
–Sí, claro. Este es un tema fundamental, pero no solo en mi literatura sino también en mi vida de ciudadano que convive con los demás sobre la base de criterios morales. Yo estoy muy agradecido con una lectura juvenil, la de El hombre rebelde, de Camus, a quien debo el fundamento moral con el que no solo practico la literatura, sino que además me ayuda en la convivencia cotidiana en el plano privado. Y de ahí nace el rechazo a la ideología como justificadora de la agresión. Esto por fortuna lo percibí desde joven, cuando estuve, como tantos muchachos, expuesto a la propaganda en una sociedad conflictiva en la que se cometían atentados sin parar. A mí me salvó de caer en la violencia una idea de moral. Esto es, un conjunto de normas prácticas que ayudan a la convivencia pacífica y que exigen el respeto a los demás. Y he visto miles de veces que a menudo la ideología, que no consiste en ideas generadas por quien las cultiva, sino que son adquiridas, se usa como justificante para lavarse previamente la conciencia y tener las manos libres para hacer daño. Y para mí esto es inaceptable. Por supuesto que cuando escribo literatura no teorizo, como hago ahora en una entrevista, pero procuro mostrarlo en mis novelas y mis cuentos. A veces hago descripciones crudas de la violencia, con la secreta esperanza de que la injusticia, el abuso, etcétera, resulten desagradables; arriesgando, incluso, a que mis libros se conviertan en lo que algunos consideran excesivamente duro. Por eso agradezco tanto a Camus que me enseñara a valorar más al ser humano concreto que a las convicciones políticas, religiosas o de cualquier tipo.
Mi literatura no está protagonizada por los hacedores de la historia, como recomendaba Camus, sino por gente común y corriente
–¿Cree que las sociedades aprenden de sus propias tragedias o tienen más bien la inclinación a repetir sus errores y a caer una y otra vez en desviaciones dolorosas?
–No estoy seguro de que aprendamos. Quizá algunas cosas sí, pero no existe una máquina capaz de medir el aprendizaje que podamos hacer. Pero sí tengo un punto optimista en este asunto: creo que la historia de la humanidad es la de un camino civilizatorio que parte del simio bruto original que ignoraba la justicia, la paz y que se manejaba exclusivamente con las leyes de la naturaleza, que favorecen al más fuerte, para atravesar luego siglos y milenios que nos han conducido, poco a poco, a sociedades basadas no en la ley natural sino en el derecho. Y en ese sentido, es innegable que el ser humano, a fuerza de guerras, de tragedias, de matanzas, ha ido evolucionando hacia un ser alfabetizado, que conoce la justicia, la paz, el derecho. Todas estas son invenciones humanas, al fin y al cabo. A la naturaleza le da igual si nos matamos o no. Pero nosotros queremos formar sociedades igualitarias, democráticas, con todos los defectos que puedan tener. Queremos caminar por la calle sin que nadie nos agreda y llevar a nuestros hijos a un colegio. Todo esto supone un progreso impresionante, aunque a veces hay retrocesos, por supuesto.
–En “Dilema”, uno de los cuentos de Hombre caído, aparece la verbalización del odio. Es en el plano de la vida privada, en el vínculo entre un padre y una hija. ¿Qué siente usted cuando ve que la palabra odio salta hacia el discurso público, como ocurre ahora en muchas sociedades, incluso en la argentina?
–Creo que hay un uso interesado del concepto del odio por parte de quienes tienen poder o aspiran a él. Parece que buscan justificar algún tipo de represión o de censura, calificando como discursos de odio a aquellos con los que disienten. De hecho, suena como a veredicto. Esto lo percibía con frecuencia cuando yo participaba de las redes sociales, de las que me he salido por una cuestión de salud mental. Creo que el odio requiere de un ingrediente cultural muy espeso para gobernarlo, para dominarlo; para no traducirlo en acciones.
–¿Por qué decidió irse de las redes sociales?
–Bueno, quizá es porque cada tanto decido cambiar de hábitos. Como novelista, me siento obligado a meterme en todos los rincones y conocer al mayor número de personas. Entonces no quise quedar al margen de las corrientes de la época y estuve en Facebook, en Instagram, y más activo en Twitter, antes de que cambiara de nombre, hasta que me cansé. Me robaba mucho tiempo. Además, en un momento, después de Patria, me vi expuesto a que muchas personas desconocidas que actúan con seudónimo me injuriaran sin razón, solo porque yo no formaba parte de su onda mental. Entonces, una vez que supe cómo funcionaba ese mundo, me salí. Ya está.
En Europa nos hemos acostumbrado al bienestar. Eso es magnífico, pero cuando uno vive bien también engorda, se amodorra
–¿Cuál cree que es el rol de los intelectuales hoy en las sociedades democráticas? ¿Cómo lo ve en Europa, pero también en el resto del mundo?
–Yo lamento que los intelectuales y, en general, las personas que observan y examinan con inteligencia la vida colectiva estén desaparecidos o por lo menos opacados por la ligereza de las redes sociales. Aquellos intelectuales de referencia que tuvimos en décadas pasadas, ahora mismo están muy omitidos; hay que buscarlos, hay que acudir a sus libros para llegar a sus opiniones y sus análisis. Su labor me parece fundamental. Esto no quiere decir que haya que estar de acuerdo con ellos. Pero, aunque no compartamos sus conclusiones, siempre nos ayudarán a situar los problemas en un determinado contexto, a nombrar determinados fenómenos que quizá percibimos, pero de una manera parcial, o que no sabemos nombrar. Estas voces que antes tenían un peso social muy potente ahora han sido sustituidas por el chismorreo incesante de las redes. Como además hay un chorro constante de información, cualquiera opina de cualquier cosa, sin datos, sin un fundamento intelectual. Yo echo en falta esa voz de los intelectuales.
–¿Cree que ese ecosistema tan ruidoso y agresivo que muchas veces proponen las redes propicia, de alguna forma, el repliegue de muchos intelectuales que prefieren no exponerse a ese “bombardeo”?
–No estoy seguro. Creo que existen personas inteligentes y bien documentadas que ofrecen su visión sobre las cuestiones colectivas, pero creo que hay que buscarlas, hay que acudir a ellas, mientras que antiguamente eran más accesibles.
Los que conocimos la dictadura podemos apreciar la democracia mejor que los que no saben lo que es vivir bajo la bota de un tirano
–Usted vive en Alemania desde hace muchos años. ¿Qué nos puede decir de la experiencia del desarraigo y de la condición de inmigrante, que hoy atraviesa a millones de personas en el mundo?
–Efectivamente, fui un inmigrante en su día. Pero no lo fui a la manera de aquel que llegaba a una ciudad alemana con una maleta de cartón y se pasaba los siguientes 30 o 40 años de su vida en una fábrica. No soy, en ese sentido, representativo de nada ni de nadie. Yo me desplacé muy joven a la República Federal de Alemania porque conocí a una ciudadana alemana con la cual, afortunadamente, todavía convivo. Y además yo tenía estudios universitarios, no tuve problemas para integrarme a la sociedad alemana y obtuve un puesto de trabajo relativamente pronto. Sería, entonces, una desfachatez compararme con el inmigrante que llega desde otra cultura, y de países con graves problemas, con el deseo de sobrevivir y de darle un mejor futuro a sus hijos. Pero la circunstancia de haberme establecido en un país distinto de aquel en el que nací, viví mi infancia y mi adolescencia, sí ha sido determinante en mi trabajo literario y también en mi visión de las cosas, de las relaciones y de lo que supone la identidad. Creo que me supe adaptar. Soy un hombre centrífugo; no soy un hombre que se agarra a unas señas de identidad y no quiere salir de ellas, sino que con cada libro que leí, con cada viaje que hice y cada película que vi, de alguna manera cuestioné esa identidad que yo adquirí, en gran parte por ósmosis, por el hecho de haber nacido en un sitio y de haberme empapado de los hábitos, del idioma, de la religión, etcétera. Creo, desde la perspectiva que dan los años, que fue positivo cambiar de lugar y observar mi país nativo desde una óptica un poco lejana.
–Ha dicho que Europa sufre cierta pérdida de vitalidad, de creatividad incluso, y que está muy atravesada por la incertidumbre y el miedo al futuro. ¿Cómo podría explicarnos ese diagnóstico?
–La sociedad europea de las últimas décadas ha hecho una cosa increíble en la historia de la humanidad, que es crear un espacio común con un grado de civilización muy alto. Los ciudadanos europeos han acudido al encuentro mutuo: es maravilloso pasar de un país a otro sin someterse a un control de aduanas, pagar con la misma moneda en las panaderías de España y en las cafeterías italianas, ver que nuestros hijos van a estudiar de un país al otro. El problema, si se puede decir así, es que nos hemos habituado al bienestar. De hecho, tenemos unos ejércitos “de chicha y nabo”, como se dice [una expresión coloquial que alude a la pérdida de valor o relevancia de una cosa], mientras que otras naciones se han armado y en muchos casos ejercen algún tipo de tiranía que impone una férrea disciplina en su población. Nosotros, los europeos, nos hemos dedicado a cultivar la cultura, la gastronomía, la paz, después de siglos de guerras. Todo eso es sencillamente magnífico. ¿Cuál es el problema? Que todo esto nos ha debilitado, en el sentido militar y económico. Es lo que pasa cuando uno vive bien y tiene sus necesidades cubiertas: engorda, se amodorra. Y esto ocurre también en nuestra literatura, en nuestro cine. No tenemos campos de batalla. Hay pobreza, sí, pero muy poca. Y además, quien esté desprotegido recibe ayuda estatal. Pero de ahí que hayamos perdido un poco de vitalidad creativa. ¿Qué vamos a romper, si las cosas funcionan? Y ahora que estamos rodeados de guerras, como la de Ucrania, o la de Siria, todo eso nos ha pillado un poco lentos de reacción, un poco torpes.
El hecho de que haya populismos en casi todos los países demuestra que hay razones de fondo que debemos conocer bien
–Sería algo así como el costo oculto y no deseado de la prosperidad…
–Claro, pero además hay otra cosa: en la Unión Europea todo es por consenso, y eso suele llevar mucho tiempo. Es muy civilizado, desde luego, porque no queremos imponer nada a nadie, pero entonces quedamos un poco desconcertados frente a atropellos como el de Rusia, por ejemplo. Ahora llega el señor Trump y dice que hay que invertir más dinero en defensa, cuando nosotros estábamos todos en paz. En lugar de invertir en cañones estábamos invirtiendo en colegios, en carreteras, pero el mundo va para otro lado…
–Varios países de Europa asisten a un resurgimiento de los nacionalismos, mientras en Alemania aparece un movimiento al que se define como neonazi y se expanden, allá y aquí, los populismos de uno u otro signo. ¿Cómo evalúa ese panorama?
–Es, sin duda, un fenómeno general que merece ser estudiado con mucho detenimiento; no se puede despachar con unas pocas denominaciones, como fascismo, nazismo, etcétera. Creo que hay que hay estudiarlo a fondo para tratar de comprender, porque hay un creciente número de ciudadanos que hoy apoya estas posturas en sociedades democráticas. ¿Por qué lo hace? Creo que hay cierto cansancio de la democracia, particularmente entre los jóvenes, aunque a mí no me gusta nada arremeter contra la juventud. Pero vamos a decir que hay un sector de la sociedad que está un poco descontento con el sistema, precisamente porque perciben cierta debilidad con respecto a países como China, la India, la propia Rusia, que en algunos aspectos parecerían adelantarse. Si vemos la producción de tecnología o la expansión de los automóviles eléctricos, por ejemplo, parecería que nos estamos quedando un poco atrás. Eso, por un lado. Pero por otro, los que conocimos la dictadura creo que estamos en mejores condiciones de apreciar la democracia que aquellos que nacieron en ella, no han luchado por obtenerla y tampoco saben bien lo que supone vivir bajo la bota de un tirano.
–Muchas sociedades ven una amenaza en la inmigración y tienden a cerrarse sobre sí mismas…
–Porque ese es el otro elemento que explica estos fenómenos populistas: hay una especie de reacción a la globalización. No soy especialista, pero sí un testigo de mi época. Hay un sector de la población que considera que se está cuestionando su identidad, que no ve como una renovación de su identidad el hecho de que se derriben fronteras y nos fundamos con otras naciones. Entonces hay un movimiento de reacción para cerrarse en lo que se considera genuino o puro. Y una parte cada vez mayor de la población ve que todo aquello que considera parte esencial de su identidad está en peligro ante la llegada de seres humanos de otros lugares del planeta con otro color de piel, otras religiones, otras culturas. Esto lo aprovechan los partidos populistas para aumentar su clientela, y en algunos países europeos han logrado triunfos electorales. Pero el hecho de que estas tendencias populistas estén presentes en casi todos los países demuestra que hay razones de fondo que debemos tratar de conocer bien. No son fenómenos aislados, sino que hay allí algo que determinará, seguramente, la política mundial del siglo XXI.
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Aramburu se declara “preocupado” cuando imagina el futuro. “No me gustaría que mi nieta viviera en un mundo gobernado por personas que quieran imponer sus criterios por la fuerza”. Sabe exactamente de qué habla: buena parte de su obra nos recuerda que la tentación totalitaria siempre lleva a la tragedia.
UN NOVELISTA DE MIRADA AGUDA
PERFIL. Fernando Aramburu
Fernando Aramburu nació en San Sebastián, España, en 1959. Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza. Desde 1985 reside en Alemania.
Su novela Patria (2016), que aborda la temática del terrorismo de la ETA en el País Vasco, fue un éxito de crítica y público, y le valió importantes premios literarios. Ha sido traducida a 35 lenguas y convertida en serie.
Novelista, cuentista y poeta, publicó entre otras las novelas Viaje con Clara por Alemania, Años lentos, Los vencejos e Hijos de la fábula.
Acaba de publicar el libro de cuentos Hombre caído, que vino a presentar a la Argentina.