22 febrero, 2025

La enigmática amante de Beethoven

“Mi ángel. Mi todo, mi yo”. El viernes pasado –día de San Valentín–, escribía una nota sobre el concierto de la Orquesta Estable del Teatro Colón. Era la inauguración de la temporada y el programa incluía la Séptima sinfonía de Beethoven, obra gloriosa que quedó asociada a uno de los capítulos más románticos y misteriosos de la historia de la música.

Cuando Beethoven murió en 1827, se encontraron bajo siete llaves en su casa vienesa cantidad de manuscritos, partituras, bocetos y documentos reveladores: los “cuadernos de conversación” (unos cuatrocientos libros a través de los cuales el músico sordo dialogaba con el mundo externo), un testamento que descubrió el verdadero martirio de su enfermedad (“esa humillación del destino” como él mismo la tildara) y una enigmática carta “A la amada inmortal”.

Cuatro hojas dobles plegadas en ocho carillas con un texto dividido en tres partes escritas en lápiz entre el lunes 6 y el martes 7 de julio de un año incierto. Tras más de un siglo de fascinantes investigaciones para despejar los enigmas de esa nota que el compositor –“la fuerza más heroica del arte moderno” como lo definió Romain Rolland–, comenzó nombrando a la destinataria desconocida, su amante ideal pero secreta: “Mi ángel. Mi todo, mi yo”.

¿Quién era esa mujer? ¿Cuál fue la fecha real en que escribió la apasionada carta? ¿En qué lugar se encontraba la dirección que se consigna con la letra K. ¿Dónde estaba Beethoven al momento de escribirla tras un viaje agotador? Y el quinto interrogante ¿por qué ese hombre orgulloso y seguro de su inmortalidad conservaba la carta consigo a la hora de su muerte?

Varias han sido las hipótesis instaladas y descartadas a lo largo de décadas. Thérèse von Brunsvick, amiga íntima de la juventud con la que estuvo comprometido. Josephine, hermana menor de aquella, la más talentosa de sus alumnas. La condesa Guicciardi a la que dedicó su Claro de Luna, mujer hermosa pero insoportablemente frívola por la que más tarde solo sintió desprecio. Las cantantes Amalie Sebald y Elisabeth Röckel, musa supuesta de la popular Für Elise. La condesa húngara Maria Erdödy, generosa y culta protectora de las artes para quien escribió unas obras de cámara y unas líneas resignadas acerca de su tormento: “Tenemos un alma inmortal, Maria, pero sólo a los privilegiados nos ha sido concedida la felicidad a través del dolor”, la sordera temprana que le trajo privaciones y soledad o, como algunos interpretaron ese sino: la ayuda irremediable para apartarlo de una vida terrena y cumplir su misión divina.

¿Quién fue ese amor imposible? ¿Qué música componía en ese tiempo? Décadas de pesquisas determinaron que la carta fue escrita en 1812, único año posible en que por su edad (41), el 6 de julio fue un día lunes. Que el destino identificado con la letra K eran las termas de Karlovy Vary, y que el lugar al que había arribado era Teplitz, un balneario de moda al que acudió para tratar sus dolencias y donde, para desencanto del músico, el rebelde, el revolucionario, mantuvo un encuentro decepcionante con el poeta de la lengua alemana, Johann Wolfgang von Goethe. De los estudios biográficos de la infinidad de admiradoras que tuvo Beethoven, aristócratas para con quienes la diferencia de clase era impedimento de una relación, fue Antonie Brentano la amiga que estuvo en el balneario bohemio el verano en que el compositor, días después de redactar la misiva que atesoró hasta su muerte, firmó esta sinfonía séptima con que la Orquesta Estable, bajo la batuta esplendorosa de Evelino Pidò, celebró los cien años de su creación.

Hubo indicios musicales del amor hacia Toni Brentano, pero basta uno para hablar de su eternidad: la Arietta del opus 111 que le dedicó con nostalgia en su edición inglesa, la expresión más honda de la literatura pianística creada cuando Ludwig van Beethoven –como alguien una vez dijo–, respiraba el aire de otro planeta.

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