10 agosto, 2025

La universidad pública: gratuita, sí; accesible, no tanto

“Docentes inician paro de 48 horas en defensa de la educación pública”. Ese titular se repite sin variaciones, lo leas ayer, hoy o hace 15 años. El miércoles pasado, Diputados aprobó por 158 votos otro aumento al presupuesto universitario que el gobierno promete vetar. Mientras tanto, el debate de fondo sigue ausente: ¿funciona realmente el modelo?

Cada vez que alguien se atreve a compararnos con Chile en estabilidad económica, solemos responder con dos frases: “¿cuántas Copas del Mundo tienen?” y “nosotros tenemos educación pública gratuita”. La primera es broma; la segunda, una bandera que defendemos con convicción. Pero vale la pena preguntarse: ¿qué estamos dejando de ver cuando ponemos el foco solo en la gratuidad?

Empecemos con una verdad incómoda: la universidad pública y gratuita en la Argentina es motivo de orgullo nacional… pero también es un gran cúmulo de ineficiencias. Lo digo como graduada orgullosa de la UTN, defensora de la educación pública y convencida de su rol transformador. Pero defenderla no implica romantizar sus fallas, sino comprometerse a corregirlas.

Según la Secretaria de Políticas Universitarias, en 2021 apenas el 27.7% de los estudiantes logró graduarse dentro del plazo teórico. En las universidades públicas, ese número cae aún más: 19,8 %, frente al 40,8 % en las privadas. Además, la duración real promedio de las carreras es de 9 años, aunque en los papeles deberían durar entre cuatro o cinco.

En términos de eficiencia, la Argentina tiene solo 31 graduados cada 10.000 habitantes, mientras Brasil cuenta con 61 y Chile con 55.

Con estos números sobre la mesa, la gratuidad se vuelve relativa. El costo de oportunidad es enorme: tres de cada cuatro estudiantes demoran más años de lo previsto en graduarse. Muchos deben trabajar para sostenerse, lo que reduce su ritmo de avance y su potencial de ingresos. Así se genera un círculo vicioso en el que todos pierden: el estudiante, que posterga su inserción profesional; el Estado, que invierte más por cada egresado; y, en última instancia, también el sistema fiscal, que percibe menos ingresos de quienes trabajan por debajo de su potencial durante más tiempo.

En 2025, el presupuesto universitario cayó al 0,5% del PBI, el nivel más bajo desde 2005. La respuesta más común es reclamar más fondos. Pero más plata no necesariamente significa mejor universidad si el problema estructural sigue intacto.

Una métrica clave para pensar la eficiencia del sistema es el costo por graduado: cuanto menor, mayor la eficiencia. Para bajarlo hay dos alternativas: reducir el gasto o aumentar los egresos. El gobierno optó por lo primero, pero sin reformas que mejoren el rendimiento, lo único que baja es la calidad.

La alternativa es usar mejor lo que ya tenemos. Eso implica revisar cuellos de botella evidentes: filtros innecesarios, años excesivos en el CBC, finales imposibles y correlativas que no agregan valor. No se trata de bajar la vara, sino de eliminar obstáculos que expulsan silenciosamente a miles de estudiantes cada año.

¿Cómo llegamos hasta acá? En algún momento confundimos dificultad con excelencia. Durante mi época de estudiante en la universidad pública, escuchar historias de exámenes injustos, profesores que abusaban de su rol o directamente humillaban a los alumnos era moneda corriente. Muchos docentes se enorgullecían de “bochar” alumnos como si eso fuera una muestra de calidad. Pero eso no es excelencia. Eso es exclusión.

En la UBA circulan listados informales con rankings de cátedras. ¿Por qué? Porque hay profesores con los que, si se trabaja, simplemente no se puede cursar. En un sistema donde la mayoría necesita estudiar y trabajar, esa variabilidad genera más deserción que cualquier falta de motivación.

La universidad pública debería garantizar condiciones similares de cursada, sin importar la sede o el docente. La excelencia no se mide por cuántos quedan afuera, sino por cuántos llegan bien preparados.

Las reformas son urgentes y concretas:

Trayectorias flexibles: Menos correlativas innecesarias, más materias intensivas, horarios compatibles con el trabajo.

Títulos intermedios: No todos necesitan carreras de cinco años. Certificaciones por etapas mejorarían la empleabilidad y reducirían la deserción.

Estandarización: Bancos de exámenes, rúbricas comunes, comisiones de revisión académica para evitar desigualdades arbitrarias.

Apoyo integral: Tutorías, centros de acompañamiento, becas reales y programas específicos para primera generación universitaria.

Evaluación docente efectiva: Vincular tasas de aprobación y deserción con incentivos concretos.

Transparencia: Publicar tasas de graduación por sede, carrera y cátedra. Lo que no se mide, no se mejora.

Pero mientras siga siendo gratuita pero inaccesible, abierta pero excluyente, masiva pero ineficaz, seguirá funcionando para pocos, aunque la financiemos entre todos.

Reformar no es traicionar la educación pública. Es rescatarla.

Mientras Congreso y Ejecutivo pelean por el presupuesto, la discusión real queda pendiente: ¿cómo hacer que el sistema cumpla su promesa? Porque defender lo público no implica negar sus fallas, sino atreverse a corregirlas.

Tal vez haya llegado el momento de dejar de aplaudir la gratuidad como victoria en sí misma, y preguntarnos si ese sistema sigue cumpliendo el ideal que lo fundó.

Master en Administración Pública por la Universidad de Harvard, ingeniera civil por la UTN

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